Si tuviera que volver a elegir, otra vez escogería viajar

Desde muy joven creía que tenía mi vida perfectamente planeada: bachiller a los 16, abogado a los 21, especialización y maestría a los 25, escalar posiciones laborales, lograr reconocimiento profesional, casarme, tener hijos, comprar una casa grande, un auto lujoso y una vez al año irme de vacaciones a algún lugar paradisíaco. Y todo iba muy bien, hasta que la vida me mostró que tenía otros planes para mí, al enfrentarme a una situación personal que hizo que todos mis proyectos se fueran al piso como un castillo de naipes, obligándome a empezar otra vez.

Confieso que viví días muy duros, en los que la desilusión, la tristeza y el desconsuelo me invadían, haciéndome ver mi futuro oscuro y sin salida. Pero fue gracias a mi fortalecimiento espiritual que, con el pasar de los días, pude empezar a aceptar que esos eran los planes que la Providencia tenía previstos para mí; comprender que nada sacaba con seguir doliéndome o añorando lo que ya no iba a suceder; y asumir que debía replantear mi vida, cambiando mis prioridades y trazándome otras metas que alcanzar.

Precisamente, una de las grandes lecciones que me dejó esta dolorosa experiencia (que puede parecer obvia, pero que la mayoría de las veces no somos capaces de interiorizar), es que la felicidad no dependía del cargo que ocupara, del número de títulos académicos que lograra, de alcanzar una mayor adulación de parte de la sociedad o de obtener un mayor ingreso para comprar carros último modelo. No.

Porque luego de que la vida me hizo cuestionar todo lo que daba por sentado, por fin entendí que la realización como persona estaba en poder hacer lo que me apasionaba y que me hacía sentir pleno. Por eso, sin dejar de lado mi faceta académica y profesional, tomé la decisión de que el mucho o poco tiempo que la vida me regalara y los recursos que pudiese obtener por mi trabajo, los iba a destinar a algo que siempre me ha hecho feliz: viajar.

Tuve la fortuna de nacer en una familia viajera, en la que especialmente mi papá, cuando mi hermano y yo éramos niños, siempre organizaba planes para salir a visitar nuevos lugares en el carro familiar (algunos más lejanos que otros, dependiendo de las posibilidades económicas del momento) con el propósito de apreciar la geografía, los paisajes y disfrutar del mar (cuando se podía), y donde mi mamá nos enseñaba a ser sensibles frente a la naturaleza, los animales, el arte y la arquitectura. Luego, cuando fui creciendo y logrando cierta independencia económica, siempre que el tiempo y mis ingresos me lo permitían, también viajaba, lejos o cerca, para poder conocer destinos sobre los que había leído en algún libro, visto en alguna película o con los que había soñado alguna vez.

Y fue en ese proceso de replantear qué iba a hacer con mi tiempo, con el dinero que ganara y con mi “juventud”, que llegué a la íntima convicción y tomé la decisión de que quería dedicarme a viajar.

Pero viajar no para tachar la mayor cantidad de destinos de una lista de chequeo, por ser una actividad que estuviera de moda, para escapar de la rutina, de la realidad diaria de la vida o para huir de mí mismo, o mucho menos para presumir ante otros las fotos y videos de mis andanzas. Por el contrario, quería viajar para abrir mi mente frente a otras formas de ver y vivir la vida; para sensibilizarme aún más sobre la fragilidad de la Tierra, de la que sólo somos una parte minúscula; para tratar de entender cómo funciona el mundo; para aprender de geografía, historia y música; para desafiar mis prejuicios frente a las personas que piensan y viven diferente, siendo más tolerante y compasivo; para probar nuevos sabores y sentir nuevos olores; para ver la magia de los animales en su hábitat natural; para seguir cultivando mi imaginación; para aprender a desapegarme de los lugares y de las cosas materiales; para retarme a mí mismo a enfrentar problemas y ser capaz de resolverlos sólo o con la ayuda de extraños; en conclusión, para tratar de ser cada día un mejor ser humano por el planeta, por quienes me rodean y por mí mismo.

Esa fue una de las primeras grandes decisiones que tomé para reencausar mi vida y seguir viviéndola con ilusión, luego de que me habían “pateado el tablero” y tenía que volver a empezar una nueva partida. Eso condujo a que, tiempo después, tomara otra determinación que hoy es una de mis principales fuentes de felicidad y es la razón por la cual usted está leyendo esta primera entrada de este blog. Y es que luego de varios años viendo atardeceres hermosos, explorando las maravillas sumergidas en los océanos, descubriendo los secretos de ciudades apasionantes, viviendo momentos mágicos con animales en su estado salvaje y caminando por ruinas arqueológicas y reservas naturales, finalmente tomé la decisión de compartir mis experiencias con más personas, distintas a mi familia y a mis amigos.

De esta manera, hace un poco más de 2 años, luego de seguir los consejos de familiares y amigos, nació el proyecto de convertirme en un “abogado itinerante”; porque a la par del ejercicio independiente de mi profesión, mi tiempo lo dedico a viajar y a producir videos, fotografías y textos, a través de los cuales otras personas puedan aprender cosas nuevas, viajar con la imaginación, animarse a hacer ese recorrido que siempre han postergado o ser más conscientes sobre el cuidado del planeta.

Esta es la historia de mi vida; la que condujo hoy al nacimiento de este nuevo blog, en el que espero compartir con ustedes mis experiencias, mientras vamos “de un lugar a otro” tratando de descifrar el mundo; yendo de los planes de aventura y observación de la naturaleza, a las historias de ciudades, museos y pueblos desconocidos; moviéndonos entre las experiencias espirituales y los placeres de la comida y de la buena vida; pasando de la exploración bajo el agua de los océanos, a la majestuosidad de las montañas y la exuberancia de la selva.

Bienvenidos a “de un lugar a otro”!

Julián A. Gómez-Díaz – Itinerant Lawyer